Traducido del ruso. ARQUETA DE CUENTOS, Escritores rusos del siglo XIX
Editorial Ráduga, Moscú 1983 (Biblioteca La Casa de los Sueños).
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El primer frío otoñal, que puso amarilla la hierba, hizo que a las aves las acometiera una gran inquietud. Todas empezaron a prepararse para su largo viaje y todas ofrecían un aspecto muy serio y preocupado. Sí, no era fácil cubrir una distancia de miles de kilómetros... ¡Cuántas pobres aves quedarían exhaustas en el camino! ¡Cuántas perecerían víctimas de uno u otro azar! Sí, en realidad había razones para pensar muy en serio.
Las aves formales y grandes —los cisnes, los gansos y los patos— se preparaban para el vuelo con grave compostura, conscientes de la gran dificultad de la hazaña en perspectiva; pero quienes más alborotaban, se agitaban y se movían de un lado para el otro con aire muy preocupado eran las pequeñas aves: los chorlitos, las becadas, los andarríos... Hacía ya tiempo que se habían reunido en bandadas no muy numerosas y pasaban de una orilla a otra por los bajíos y pantanos con tanta premura como si alguien hubiera arrojado un puñado de guisantes. Los pequeños pájaros tenían un gran trabajo...
El bosque se alzaba oscuro y callado, pues los principales cantores se habían marchado, sin esperar la llegada de los fríos.
—¡Qué prisa lleva toda esa morralla! —gruñía el viejo Pato, a quien nada gustaba el ajetreo—. Todos nos marcharemos cuando llegue la hora... No entiendo por qué hay que preocuparse.
—Siempre fuiste un gandul, y por eso te desagrada ver cómo otros se afanan —le explicó su mujer, la vieja Pata.
—¿Gandul? ¿Yo? Eres injusta conmigo, esa es la verdad. Puede que yo me preocupe más que nadie, pero no lo dejo ver. ¿Qué sacaría de correr de la mañana a la noche por la orilla, gritar, estorbar a otros y fastidiar a todos?
Hay que decir que la Pata no estaba en general muy contenta de su cónyuge, y esta ¿vez se salió de sus casillas:
—¡Tú mira a los demás, haragán! A nuestros vecinos, a los gansos o a los cisnes, da gusto verlos. Viven en paz y armonía... De seguro que un cisne o un ganso no abandona su nido y se le verá siempre delante de sus crías. Sí, sí... Pero a ti te importan un pito tus hijos. En lo único que piensas es en atiborrarte el buche. Resumiendo, eres un gandul... ¡Da asco verte!
—¡No rezongues, vieja!... Mira, yo no me quejo de tu carácter, tan imposible. Cada uno tiene sus defectos... ¿Qué culpa tengo yo de que el ganso sea un ave tonta y por ello ande siempre cuidando de sus crías? En general, para mí es ley no meterme en camisa de once varas. ¿Para qué? Que cada cual viva a su manera.
Al Pato le gustaba filosofar, y siempre resultaba en sus peroratas que él era más inteligente y mejor que los demás y siempre tenía razón. La Pata estaba acostumbrada a ello desde hacía mucho y su zozobra se debía a una razón muy particular.
—¿Qué clase de padre eres tú? —la emprendió con su marido—. Los padres cuidan de sus hijos, y a ti te importa todo un bledo.
—¿Te refieres a Collarcito Gris? ¿Qué quieres que haga, si no puede volar? ¿Tengo yo la culpa de eso?
Llamaban Collarcito Gris a su hija tullida, a quien la Raposa quebrara un ala en la primavera, cuando dio con la camada. La vieja Pata se abalanzó valientemente sobre el enemigo y rescató a la hija, pero con un ala rota.
—Me horroriza pensar que Collarcito Gris se quede aquí sola —repetía la Pata, bañada en lágrimas—. Todos se marcharán y ella se quedará completamente sola. Sí, completamente sola... Nos vamos al sur,a donde hace calor, y la pobrecita se helará aquí... Es nuestra hija... ¡Ay, cuánto quiero a mi Collarcito Gris! ¿Sabes, viejo?, me quedaré aquí con ella e invernaremos juntas...
—¿Y las otras crías?
—Están sanas y se las arreglarán sin mí.
El Pato siempre trataba de eludir la conversación cuando hablaban de Collarcito Gris. Naturalmente, la quería también, pero ¿a qué sufrir sin necesidad? Bien, se quedaría, bien, se moriría de frío, y claro que sería una pena, pero ¿qué se le iba a hacer? En resumidas cuentas, había que pensar en los otros hijos. Su mujer se ponía siempre muy nerviosa, cuando lo que correspondía era enfocarlo todo serenamente. Para sus adentros, el Pato se compadecía de su mujer, pero no comprendía del todo su pena de madre. Lo mejor habría sido que entonces la Raposa se hubiera zampado a Collarcito Gris, pues de todos modos perecería durante el invierno.
II
Acongojada por la inminencia de la separación, la vieja Pata era más tierna que nunca con la hija tullida. Collarcito Gris no sabía aún lo que eran la separación y la soledad y observaba con gran interés cómo las demás aves se preparaban para emigrar. Cierto que a veces le daba envidia ver la alegría con que sus hermanos y hermanas participaban en los preparativos y saber que irían lejos, muy lejos, a lugares donde no había invierno.
—¿Volveréis en primavera? —preguntaba Collarcito Gris a la madre.
—Sí, querida, sí, volveremos... Y estaremos juntos todos otra vez.
Para consolar a Collarcito Gris, que empezaba a sentirse triste, la madre le contaba casos de patos que se habían quedado a invernar. Conocía personalmente a dos parejas que así lo habían hecho.
—Ya te las arreglarás de un modo u otro, querida —la tranquilizaba la vieja Pata—. Al principio sentirás nostalgia, pero luego te acostumbrarás. Lo mejor sería, si se pudiera, trasladarte a un manantial de los que no se hielan en invierno. Hay uno muy cerca de aquí... Pero, ¿a qué gastar palabras en vano? ¡No podemos, de todos modos, llevarte allí!
—Pensaré en vosotros todo el tiempo... —decía una y otra vez la pobre Collarcito Gris—. Pensaré en qué hacéis, en si estáis contentos... Y será como si me encontrara entre vosotros.
La vieja Pata tenía que hacer terribles esfuerzos para ocultar su congoja. Procuraba mostrarse alegre y lloraba a hurtadillas. ¡Ay, qué pena le daba de la querida y pobrecita Collarcito Gris!... En aquellos días apenas si prestaba atención a los demás hijos, y se le antojaba que no los quería ni pizca.
¡Cuán rápidamente pasaba el tiempo! Hubo varias heladas matutinas, y la escarcha pintó de amarillo los abedules y de rojo los pobos. El agua del río había oscurecido, y el río mismo parecía más grande porque las orillas habían quedado desnudas: los arbustos y los árboles de la ribera perdían rápidamente su follaje. El frío viento del otoño arrancaba las hojas secas y se las llevaba. El cielo se cubría a menudo de pesadas nubes que dejaban caer una tenue y fría llovizna. En general, poco de bueno había, y cada día pasaban ya por allí bandadas de aves migratorias...
Las primeras en ponerse en camino fueron las que habitaban en los pantanos, que empezaban ya a helarse. Las que más tiempo permanecieron allí fueron las aves acuáticas. Lo que más pena dio a Collarcito Gris fue la marcha de las grullas, pues gritaban lastimeramente, como si la llamaran, invitando a seguirlas. Por primera vez, tuvo una inexplicable corazonada, y siguió largamente con la mirada a las grullas, que se alejaban por el cielo.
Los cisnes, los gansos y los patos se preparaban también para la migración. Las familias se reunían en grandes bandadas. Las aves viejas y expertas adiestraban a las jóvenes. Cada mañana, estas últimas daban grandes paseos, con alegre algarabía, para fortalecer sus alas con vistas al largo viaje. Los sabios guías adiestraban primero a las aves por grupos y, luego, a todas juntas. ¡Qué jolgorio! ¡Qué alegría tan juvenil!...
Collarcito Gris era la única que no podía participar en aquellos paseos y contemplaba de lejos a las demás aves. En fin, debía resignarse con sus suerte. Pero, en compensación, con qué entusiasmo nadaba y buceaba. El agua era todo para ella.
—¡Ya hay que partir! ¡Ya es hora! —decían los viejos guías—. ¿Qué esperamos aquí? El tiempo pasaba con rapidez... Llegó el día fatal.
Toda la bandada se agrupó en el río. Era muy temprano, cuando cubría aún el agua una espesa niebla. La bandada la formaban unos trescientos patos. Únicamente se oía el parpar de los guías principales.
La vieja Pata no durmió en toda la noche: era la última que pasaba con Collarcito Gris.
—Tú nada cerca de aquella orilla, donde afluye al río el manantial —aconsejaba la madre— . Allí el agua no se hiela en todo el invierno...
Collarcito Gris se mantenía a distancia de la bandada, como si fuera una extraña...
Todos estaban tan preocupados por la inminente marcha, que nadie le prestaba atención. A la vieja Pata se le partía el alma: ¡pobrecita hija! Se dijo varias veces que se quedaría, pero ¿podía hacerlo cuando tenía otros hijos y debía volar con la bandada?...
—¡En camino —ordenó muy alto el guía principal, y toda la bandada levantó el vuelo a la vez.
Collarcito Gris se quedó en el río sola y durante largo rato siguió con los ojos a la bandada. Al principio todas las aves volaban como amontonadas, pero luego formaron un triángulo regular y se perdieron de vista.
—¿Será posible que me haya quedado sola del todo? —pensó, bañada en lágrimas Collarcito Gris—. ¡Mejor habría sido que me hubiera devorado la raposa!
—Sí, querida, sí, volveremos... Y estaremos juntos todos otra vez.
Para consolar a Collarcito Gris, que empezaba a sentirse triste, la madre le contaba casos de patos que se habían quedado a invernar. Conocía personalmente a dos parejas que así lo habían hecho.
—Ya te las arreglarás de un modo u otro, querida —la tranquilizaba la vieja Pata—. Al principio sentirás nostalgia, pero luego te acostumbrarás. Lo mejor sería, si se pudiera, trasladarte a un manantial de los que no se hielan en invierno. Hay uno muy cerca de aquí... Pero, ¿a qué gastar palabras en vano? ¡No podemos, de todos modos, llevarte allí!
—Pensaré en vosotros todo el tiempo... —decía una y otra vez la pobre Collarcito Gris—. Pensaré en qué hacéis, en si estáis contentos... Y será como si me encontrara entre vosotros.
La vieja Pata tenía que hacer terribles esfuerzos para ocultar su congoja. Procuraba mostrarse alegre y lloraba a hurtadillas. ¡Ay, qué pena le daba de la querida y pobrecita Collarcito Gris!... En aquellos días apenas si prestaba atención a los demás hijos, y se le antojaba que no los quería ni pizca.
¡Cuán rápidamente pasaba el tiempo! Hubo varias heladas matutinas, y la escarcha pintó de amarillo los abedules y de rojo los pobos. El agua del río había oscurecido, y el río mismo parecía más grande porque las orillas habían quedado desnudas: los arbustos y los árboles de la ribera perdían rápidamente su follaje. El frío viento del otoño arrancaba las hojas secas y se las llevaba. El cielo se cubría a menudo de pesadas nubes que dejaban caer una tenue y fría llovizna. En general, poco de bueno había, y cada día pasaban ya por allí bandadas de aves migratorias...
Las primeras en ponerse en camino fueron las que habitaban en los pantanos, que empezaban ya a helarse. Las que más tiempo permanecieron allí fueron las aves acuáticas. Lo que más pena dio a Collarcito Gris fue la marcha de las grullas, pues gritaban lastimeramente, como si la llamaran, invitando a seguirlas. Por primera vez, tuvo una inexplicable corazonada, y siguió largamente con la mirada a las grullas, que se alejaban por el cielo.
Los cisnes, los gansos y los patos se preparaban también para la migración. Las familias se reunían en grandes bandadas. Las aves viejas y expertas adiestraban a las jóvenes. Cada mañana, estas últimas daban grandes paseos, con alegre algarabía, para fortalecer sus alas con vistas al largo viaje. Los sabios guías adiestraban primero a las aves por grupos y, luego, a todas juntas. ¡Qué jolgorio! ¡Qué alegría tan juvenil!...
Collarcito Gris era la única que no podía participar en aquellos paseos y contemplaba de lejos a las demás aves. En fin, debía resignarse con sus suerte. Pero, en compensación, con qué entusiasmo nadaba y buceaba. El agua era todo para ella.
—¡Ya hay que partir! ¡Ya es hora! —decían los viejos guías—. ¿Qué esperamos aquí? El tiempo pasaba con rapidez... Llegó el día fatal.
Toda la bandada se agrupó en el río. Era muy temprano, cuando cubría aún el agua una espesa niebla. La bandada la formaban unos trescientos patos. Únicamente se oía el parpar de los guías principales.
La vieja Pata no durmió en toda la noche: era la última que pasaba con Collarcito Gris.
—Tú nada cerca de aquella orilla, donde afluye al río el manantial —aconsejaba la madre— . Allí el agua no se hiela en todo el invierno...
Collarcito Gris se mantenía a distancia de la bandada, como si fuera una extraña...
Todos estaban tan preocupados por la inminente marcha, que nadie le prestaba atención. A la vieja Pata se le partía el alma: ¡pobrecita hija! Se dijo varias veces que se quedaría, pero ¿podía hacerlo cuando tenía otros hijos y debía volar con la bandada?...
—¡En camino —ordenó muy alto el guía principal, y toda la bandada levantó el vuelo a la vez.
Collarcito Gris se quedó en el río sola y durante largo rato siguió con los ojos a la bandada. Al principio todas las aves volaban como amontonadas, pero luego formaron un triángulo regular y se perdieron de vista.
—¿Será posible que me haya quedado sola del todo? —pensó, bañada en lágrimas Collarcito Gris—. ¡Mejor habría sido que me hubiera devorado la raposa!
III
El río donde se había quedado Collarcito Gris arrastraba alegremente sus aguas por unos montes poblados de espeso bosque. El lugar era sordo, y en torno no había vivienda alguna. Por las mañanas, el agua se helaba ya junto a las orillas, y durante el día el hielo, fino como una hoja de cristal, se derretía.
—¿Será posible que se hiele todo el río?, pensaba, horrorizada, Collarcito Gris.
Sola, se sentía muy triste y todo el tiempo pensaba en sus hermanos y hermanas. ¿Dónde estarían? ¿Habrían llegado sin novedad? ¿Se acordarían de ella? Collarcito Gris tenía tiempo de sobra para pensar en todo. Conoció lo que era la soledad. El río aparecía desierto, y sólo en el bosque quedaba vida. Allí silbaban las ortegas y saltaban las ardillas y las liebres.
En cierta ocasión, Collarcito Gris, aburrida, resolvió ir al bosque y se llevó un susto de muerte cuando de abajo de un arbusto salió como disparada una liebre.
—¡Ay, so tonta, qué susto me has dado! —exclamó la Liebre cuando se hubo tranquilizado un poco—. Se me cayó el alma a los pies... ¿Qué haces aquí? Hace tiempo que se marcharon todos los patos...
—Yo no puedo volar. La Raposa me quebró un ala cuando era pequeñita...
—¡Maldita Raposa!... No hay fiera peor. A mí me anda rondando desde hace mucho... Tú ten cuidado, sobre todo cuando el río se cubra de hielo. Entonces intentará atraparte...
En fin, se hicieron amigas. La Liebre era tan impotente como Collarcito Gris y salvaba su vida huyendo sin cesar.
—Si tuviera alas como las aves —decía la Liebre—, me parece que no temería a nadie en el mundo... Tú no tienes alas, pero sabes nadar y,en caso necesario, puedes zambullirte en el agua. Yo todo el tiempo tiemblo de espanto... En torno todo son enemigos. En verano aún puedo ocultarme en algún sitio, pero en invierno se ve todo.
Pronto cayó la primera nieve, pero el río no se dejaba vencer por los fríos. La corriente rompía cada mañana el hielo que se formaba por la noche. Era una lucha a vida o muerte. Lo más peligroso eran las noches claras y estrelladas, cuando todo quedaba tranquilo y en el río no había olas. Parecía que se dormía y que el frío, al verlo así, iba a cubrirlo de una gruesa capa de hielo.
Así ocurrió, en resumidas cuentas. Fue una noche muy calma y estrellada. El oscuro bosque de la orilla se alzaba como una tropa de gigantes. Los montes parecían más altos, como suele ocurrir de noche. La luna lo bañaba todo con su luz trémula y chispeante. El río de montaña, turbulento durante el día, se apaciguó, y el frío se arrastró hacia él subrepticiamente, lo abrazó con toda su fuerza y lo cubrió como de un espejo.
Collarcito Gris estaba desesperada porque sólo en medio mismo del río quedaba un claro libre de hielo. El espacio donde se podía todavía nadar no tendría ya más de unos setenta metros.
La angustia de Collarcito Gris llegó al extremo cuando en la orilla apareció la Raposa, la misma Raposa que la había desgraciado.
—¡Ah, muy buenas, mi vieja conocida! —dijo con voz melosa la Raposa, deteniéndose en la orilla—. —¡Cuánto tiempo sin vernos!... La felicito por la llegada del invierno.
—Vete, hazme ese favor, que no quiero hablar contigo —respondió Collarcito Gris.
—¿Así pagas mi finura? Veo que no andas muy sobrada de educación... Debes saber que de mí se dicen muchas mentiras. Otros cometen fechorías y me echan luego las culpas... ¡Hasta más ver, preciosa!
Cuando la Raposa se hubo marchado, se acercó a la orilla la Liebre y dijo:
—¡Ten cuidado, Collarcito Gris, que vendrá otra vez!
Collarcito Gris empezó a temer todo, lo mismo que la Liebre. La pobre no podía siquiera admirar los prodigios que aparecían a su alrededor. Había llegado de verdad el invierno. Cubría la tierra una blanca alfombra. No quedaba ni una manchita oscura. Hasta los abedules, los alisos, los sauces y los serbales estaban adornados de una escarcha, que parecía plata. Los abetos ofrecían un aspecto más grave que en verano. Cubiertos de nieve, parecían vestir caros abrigos de pieles finas.
¡Sí, todo en torno era muy bello! Pero la pobre Collarcito Gris sabía únicamente que toda aquella hermosura no era para ella y temblaba al pensar que el río se helaría del todo y no tendría en dónde meterse. Efectivamente, la Raposa volvió a los pocos días, se sentó en la orilla y dijo:
—Te echaba de menos, patita... Sal aquí; si no quieres, yo misma me acercaré... No soy orgullosa...
La Raposa se arrastró por el hielo hasta el agua misma, con grandes precauciones. A Collarcito Gris se le detuvo el corazón. Pero la Raposa no pudo llegar al agua porque el hielo era allí muy fino todavía. Descansó la cabeza en las patas delanteras, se relamió y dijo:
—¡Qué tonta eres, patita!... ¡Sal al hielo! En fin, hasta más ver. Me reclaman asuntos urgentes...
La Raposa se acercaba ya todos los días para ver si el río se había helado del todo. Arreciaron los fríos. Del gran claro de agua quedaba tan solo un boquete de unos tres metros escasos de ancho. El hielo era ya grueso, y la Raposa se sentaba en el borde mismo. Horrorizada, Collarcito Gris buceaba, y la Raposa se burlaba cruelmente:
—No importa, bucea, bucea, que de todos modos te he de comer... Mejor será que salgas tú misma.
La Liebre veía desde la orilla lo que hacía la Raposa y se indignaba con toda la fuerza de su asustadizo corazón.
—¡Pero qué poca vergüenza tiene la Raposa!...¡Desventurada Collarcito Gris! Se la comerá...
IV
Así habría ocurrido, seguramente, cuando el río se hubo helado del todo, pero la suerte quiso que eso no sucediera. La Liebre lo vio todo por sus propios ojos bizcos.
Fue por la mañana. La Liebre salió de su madriguera para desayunarse y jugar con sus compañeras. El frío apretaba, y las liebres se calentaban haciendo entrechocar sus patas delanteras. Aunque el frío apretaba que era un espanto, se sentían alegres.
—¡Cuidado, hermanas! —gritó alguien.
Efectivamente, el peligro estaba a la vista. Por el lindero del bosque se deslizaba furtivamente sobre sus esquíes un viejo y encorvado cazador y miraba para ver qué liebre le convendría abatir.
—¡Calentito será el gorro de mi vieja!, se dijo el anciano, poniendo la vista en la liebre más voluminosa.
Llegó a apuntar, pero las liebres huyeron al bosque como locas.
—¡Ay, pillas! —se enfadó el anciano—. Os voy a dar una... No comprenden las muy tontas que la vieja no puede pasarse sin el gorro... Por más que corráis, no lograréis engañar al viejo Akíntich. Akíntich es más astuto que todas vosotras... Y la vieja le ha pedido a Akíntich muy encarecidamente: "Mira, viejo, no vuelvas sin el gorro". Y a vosotras se os ocurre huir...
El viejo se puso a rastrear las liebres, pero ellas se habían dispersado por el bosque. El viejo se cansó mucho, puso de vuelta y media a las ladinas orejudas y se sentó a descansar en la orilla del río.
—¡Ay, vieja, vieja, se nos ha escapado el gorro! —pensó en voz alta—. ¡Pero ahora descanso y salgo en busca de otro!
En fin, estaba sentado allí el viejo, a solas con su disgusto, y vio que la Raposa se arrastraba por el río lo mismo que si fuera un gato.
—¡Ja, ja! ¡Vaya! —se alegró el viejo—. Ahí viene, a rastras, el cuello para el abrigo de la vieja... Se ve que tiene sed, aunque puede que quiera pescar.
Efectivamente, la Raposa había llegado al borde mismo del boquete donde nadaba Collarcito Gris y se había tendido en el hielo. El viejo era cegato y, como ponía toda su atención en la Raposa, no veía a la patita.
—Hay que disparar de modo que no estropee el cuello —se decía el viejo, mientras apuntaba—. Si lo lleno de agujeros, la vieja me pondrá verde... Todo requiere su arte, sin arte ni siquiera se puede matar una chinche.
El viejo estuvo apuntando largo rato al futuro cuello, eligiendo dónde descargar la escopeta. Por fin sonó el disparo. A través del humo, el cazador vio que algo pasaba veloz por el hielo, y corrió a toda prisa hacia el boquete. Por el camino se cayó dos veces, y cuando llegó se quedó boquiabierto: el cuello del abrigo había desaparecido sin dejar rastro, y en el boquete nadaba, muerta de miedo, Collarcito Gris.
—¡Qué diablos es esto! —exclamó el anciano, pasmado—. Por primera vez veo que la Raposa se convierta en un pato... ¡Pero qué ladino es ese bicho!
—¡La Raposa ha huido, abuelo! —le explicó Collarcito Gris.
—¿Ha huido? ¡Se quedó la vieja sin cuello para el abrigo!... ¿Qué voy a hacer ahora?, ¿eh? ¡Pero qué mala suerte!... Y tú, tontuela, ¿qué haces nadando ahí?
—Yo, abuelo, no pude volar con los demás patos... Tengo un ala estropeada...
—¡Ay, boba, boba!... Te vas a helar ahí o te va a comer la Raposa... Sí...
El viejo se quedó pensativo, sacudió luego la cabeza y resolvió:
—Mira lo que vamos a hacer: te llevaré a mis nietos. ¡Menudo alegrón serás para ellos!... En la primavera le pondrás huevos a la vieja y criaremos patitos. ¿Cierto? Eso vamos a hacer, tontilona...
El viejo sacó a Collarcito Gris del agua y la metió en su seno.
—A la vieja no le diré nada —pensaba el viejo, camino de casa—. Que su gorro y el cuello de su abrigo paseen por el bosque. Lo principal es la alegría que van a llevarse los nietos...
Las liebres vieron todo aquello y lo celebraron con alegres risas. Sí, claro, la vieja no se helaría sin el gorro ni el cuello de pieles, tendida en la yacija de la estufa.
FIN
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